Mi hijo, desde su más temprana edad, tiene un talento muy especial, del que yo carecía completamente de pequeña, para pedir o exigir lo que quiere y, cuando no lo consigue, entra en estados variables, desde la típica rabieta, me-tiro-al-suelo-pataleo-y-grito, a una mezcla de protesta y llanto sin aguas, hasta últimamente (llamamos a eso proceso de madurez), enfado con volumen mediano y retirada.
A parte de la vergüenza que estos episodios, cuando se daban en público, han podido provocar en mí a lo largo de mi carrera como madre, he sentido también impotencia, desesperación y, cuando la crisis sobrepasaba los límites de mi paciencia, furia.
Hace poco, empecé a ver esas crisis con otros ojos. He pensado, «mi hijo siente mucha frustración y la expresa. Y yo, ¿qué hago con la mía?».
La verdad es que pasa desapercibida.
Es increíble lo bien que he aprendido a callarla, a rechazarla y a mantener los modales, incluso cuando estoy sola.
Parece que es una cualidad, ¿pero lo es realmente?
A mi hijo antes, le intentaba razonar. Es lo que hacemos los mayores cuando algo sale mal, pero para él solo eran palabras huecas que no le servían para nada.
¿La furia que he sentido al ver a mi hijo incapaz de controlarse, no sería el reflejo de todas las frustraciones que me he «tragado» sin darles salida? No digo que haya que tirarse al suelo y patalear, pero sí, dejar un espacio dentro de sí para sentir esa decepción, esa frustración, o esa rabia.
Cuando miras lo que rechazas, ocurre algo muy curioso.
Hay que dar cabida a la sombra, es la única manera de ser uno mismo.
Aurélie Farina